Muchos
recuerdos tengo de Carmen Pellat, buenos y no tanto, pero todos muy intensos.
La conocí en 1994 en el Simposio de Antropología e Historia de la UNISON,
cuando aún se llevaba a cabo en el Auditorio de la Antigua Penitenciaría.
Apenas un año atrás yo había empezado a trabajar como investigadora en el INAH;
ella ya era Carmen, la cronista, la defensora del patrimonio cultural, la
crítica de las instituciones del gobierno, la vituperadora de la Iglesia. Avezada
en genealogías, en esa ocasión inmediatamente
identificó mis ancestros por el lado materno, y sabía de qué pata cojeaban.
Tuve oportunidad de trabajar con la Pellat en algunos asuntos del templo histórico de Arizpe y sus bienes muebles. Nos peleábamos como niñas y luego nos reconciliábamos amorosamente. Con Carmen no convenía disgustarse mucho tiempo; era una enciclopedia de a caballo y una gran consejera en el área emocional. Su presencia me hacía fuerte, tanto que una vez me atreví a contradecirla en un simposio de Historia, y se alteró de tal manera que creí le daría un infarto. Luego hicimos las paces, como siempre. El punto de discusión era la autenticidad del llamado Cristo Saeta.
La visité en su casa de Arizpe varias veces, ocasionalmente acompañada de mi familia. Nos recibía de manera hospitalaria, ofreciéndonos agua y alimento. A mis hijos les gustaba visitarla porque siempre tenía palabras cariñosas y regalillos para ellos. A mí me gustaba visitarla porque siempre tenía una conversación encabronadamente inteligente. Bueno, también tenía regalillos para mí. Los conservo todos, incluso un botecito con polvo de "Inmortal", contra las picadas de víboras e insectos ponzoñosos, que afortunadamente nunca he tenido que usar.
Carmen Pellat marchó a otro mundo de la manera más triste e injusta. Recordaré felizmente su peinado cuidadoso y su caminar veloz. En mi memoria guardo su imponente presencia y sus saberes compartidos, que son de los que no tienen fecha de caducidad.
Descanse en paz, Carmen Pellat.
Tuve oportunidad de trabajar con la Pellat en algunos asuntos del templo histórico de Arizpe y sus bienes muebles. Nos peleábamos como niñas y luego nos reconciliábamos amorosamente. Con Carmen no convenía disgustarse mucho tiempo; era una enciclopedia de a caballo y una gran consejera en el área emocional. Su presencia me hacía fuerte, tanto que una vez me atreví a contradecirla en un simposio de Historia, y se alteró de tal manera que creí le daría un infarto. Luego hicimos las paces, como siempre. El punto de discusión era la autenticidad del llamado Cristo Saeta.
La visité en su casa de Arizpe varias veces, ocasionalmente acompañada de mi familia. Nos recibía de manera hospitalaria, ofreciéndonos agua y alimento. A mis hijos les gustaba visitarla porque siempre tenía palabras cariñosas y regalillos para ellos. A mí me gustaba visitarla porque siempre tenía una conversación encabronadamente inteligente. Bueno, también tenía regalillos para mí. Los conservo todos, incluso un botecito con polvo de "Inmortal", contra las picadas de víboras e insectos ponzoñosos, que afortunadamente nunca he tenido que usar.
Carmen Pellat marchó a otro mundo de la manera más triste e injusta. Recordaré felizmente su peinado cuidadoso y su caminar veloz. En mi memoria guardo su imponente presencia y sus saberes compartidos, que son de los que no tienen fecha de caducidad.
Descanse en paz, Carmen Pellat.
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